Después de años de cocina nómada, Cocina de Jardín encontró un lugar para echar raíces. En las alturas del volcán de San Salvador, Finca Sylvestris marca el inicio de una nueva historia tejida con fuego, huertos y emoción.
Al final de la tarde, en la cima del volcán de San Salvador, la luz empieza a doblarse como una hoja. El sol de marzo se despide con un suspiro dorado, los árboles murmuran con el viento frío de la montaña, y los últimos pájaros del día cruzan el cielo como pinceladas nerviosas. Aquí, entre los cráteres dormidos de El Picacho y El Boquerón, hay una finca que no aparece en los mapas turísticos. Una vereda polvorienta conduce hasta ella, y a medida que uno se adentra en sus terrenos, va sintiendo que ha cruzado una frontera invisible entre lo cotidiano y lo extraordinario.
Este lugar se llama Finca Sylvestris, y es el nuevo corazón de Cocina de Jardín, un proyecto culinario que no se parece a ningún otro en El Salvador. Fundado por Maru Molina y acompañado en su travesía por Adriana Serpas y Laura Rusiñol, este sueño nació hace cinco años en cocinas prestadas, terrazas ajenas y mesas compartidas bajo las estrellas. Hoy florece en una finca regenerativa donde se cultivan ingredientes, memorias, afectos y también una forma de estar en el mundo.
La llegada a Finca Sylvestris


Hay que caminar unos minutos entre arbustos de café, árboles de guayabo, matas que no tienen nombre para los que venimos de la ciudad. Maru ha trabajado estos senderos con los técnicos del Ecoparque El Espino, cuidando que cada curva, cada paso, respete el pulso lento del terreno. Al llegar al primer punto de encuentro, lo primero que se ve es una estructura circular de madera, con paredes de cedazo y una pantalla de papel que ilumina el lugar con discreción. Esta noche, Beatriz Maida Pacas, de Bar Pájaro, sirve cocteles perfumados con flores silvestres. A futuro, el espacio está pensado como semillero, no solo de semillas, sino también de ideas, de recetas, de comunidad.
A un costado, un huerto vibra con remolachas, acelgas, zanahorias y arvejas que, en cuestión de días, se convertirán en el alma de un plato. Más allá, los árboles se abren como si estuvieran cediendo el paso a algo sagrado. Y al final del sendero, tras unas gradas de piedra, aparece una cocina tallada en la tierra. Un refugio de madera y concreto diseñado por el estudio salvadoreño Cincopatasalgato, decorado con objetos que cuentan la vida de Maru. Fotografías, flores, libros, platos heredados o encontrados. Aquí todo es parte de una coreografía íntima entre fuego y gesto.
La semilla del origen

Maru Molina no estudió gastronomía. Ni soñaba con abrir un restaurante. Durante una década fue psicóloga, antes de dirigir un centro creativo para la niñez llamado La Luna de Mateo. Pero una noche, en una boda en Portugal, sentada en una mesa larga llena de extraños que compartían comida al centro, tuvo una epifanía. “Más gente tiene que vivir esto que yo viví”, se dijo. Y al volver a El Salvador, organizó su primer evento. “Cociné mis platos favoritos”, recuerda. “Todo bien sencillo. Pero ese día me cambió la vida. Al día siguiente, me desperté sabiendo que esto era lo que quería hacer para siempre”.
Desde entonces, Cocina de Jardín no ha dejado de encender fuegos. Con cada evento itinerante, Maru ha ido forjando una visión culinaria que mezcla la fineza de la cocina italiana, la potencia de los sabores peruanos y cubanos de su infancia, y un respeto casi místico por el ingrediente local. Maru recuerda que de niña vivía en un jardín diminuto y que ese era su mundo: “Mis recuerdos de chiquita son ahí metida entre las plantas. Adopté todo tipo de animales. Mi conexión con la naturaleza me da paz interior, mi felicidad máxima viene de ahí”.
Una filosofía más allá de la cocina


Para Maru, cocinar es una forma de observar. De escuchar lo que la tierra dice. “Yo no planeo los menús. Pregunto a los productores qué tienen. A veces me despierto en la madrugada con una combinación de sabores que se me cruza en sueños: zanahoria y comino, todo muy terroso, por ejemplo”. El proceso es profundamente intuitivo, pero también técnico. Aplica métodos, ensaya, ajusta. “Mis mejores platos son los más honestos. Cuando me acuerdo de lo que amo”, cuenta Maru.
“Yo no crecí comiendo comida salvadoreña”, confiesa. “Pero ahora estoy completamente enamorada de nuestros productos. Aquí tenemos de todo, todo el año. Es una riqueza que no valoramos lo suficiente”.
Hay un plato que ella cree que representa mejor la esencia de Cocina de Jardín. Unas remolachas cocidas primero en té de albahaca y luego puestas a las brasas. Van sobre acelgas salteadas con chile seco, con una base de puré de apio rostizado al horno con comino, culantro, chile serrano, miel y limón. Encima, raíces de cilantro fritas. Suena complejo, pero no hay pretensión. Solo ingredientes humildes tratados con una devoción artesanal. Es comida que abraza.
“Mis mejores platos son los más honestos. Cuando me acuerdo de lo que amo”, Maru Molina.
A la Finca Sylvestris no se viene solo a comer. Se viene a sentir. A tocar la tierra con los pies. A conversar con los productores. A observar cómo el vapor se eleva desde las ollas como una oración. “No es un restaurante”, dice Maru. “No quiero que lo sea. Queremos seguir llevando la cocina a las tierras de nuestros productores. Que los comensales se sienten con ellos, los escuchen. Eso no tiene precio".
Por eso este nuevo espacio no es un punto final. Es una estación más en el viaje. “Amo no tener un plan”, dice. “Solo sé que quiero seguir haciendo esto muchos años, porque lo amo. Pero no necesito saber cómo se verá en el futuro".

Cocina de Jardín es también un proyecto de mujeres. Y aunque Maru lo dice sin vanidad ni dogma, hay en sus palabras una reivindicación sutil y poderosa: “Nosotras queremos maternar. Hacemos que la gente se sienta acogida. Los hombres pueden ser grandes cocineros, pero la sensibilidad femenina es distinta”. Esa sensibilidad se traduce en cada textura, en cada aroma, en la forma en que los platos se presentan como si fueran flores.
Este proyecto también busca ser cada vez más sostenible. Recolección de agua lluvia, paneles solares, reutilización de residuos. Y desde su raíz, quiere pertenecer al lugar. “Quiero conocer a los vecinos, hacer caminatas a El Picacho, a El Boquerón. Que la gente que venga se lleve algo más. Que se lleve historia".
Habitar el presente

La noche ya ha caído sobre la finca. El aire huele a leña. El chef Andrea Picchione, italiano radicado en México, se une al equipo para esta cena. Laura cuida la parrilla con la firmeza de quien ha domado las brasas. Adriana se inclina sobre cada plato, poniendo el ojo en los gestos, en el capricho del alimento. Y Maru, como siempre, es la primera en tocar el plato. Coloca el primer ingrediente, la primera pincelada. Coordina, mira, siente. Andrea aporta lo suyo. Interviene con libertad, hace de cada plato algo suyo sin que deje de ser Cocina de Jardín.
“No tengo un plan para el futuro, y me encanta que sea así. Solo confío en que mientras sigamos amando lo que hacemos, todo va a estar bien. Como lo ha estado todos estos años”, Maru Molina.
En las mesas, puestas como si fueran un altar, se reúnen unas treinta personas. No hay protocolo, pero sí un cuidado exquisito. Velas, flores, frutos, papel, vasos de cristal, platos de barro, pan de masa madre, manteles tejidos con manos que conocen el hilo. Y las historias que cada quien trae consigo, que también se sirven en la mesa aunque nadie las vea.
Todo fluye. El servicio avanza sin apuro, como si llevara el ritmo de los árboles. Los comensales prueban un camote blanco, especial para esa noche. Prueban un crudo de pescado que se deshace con la misma dulzura con la que cae la luz. Se rompe una hogaza de pan, se comparte. Hay sorpresa. Hay conversación. Fotos, sí. Pero también risas con la boca llena, miradas de asombro, palabras suaves entre bocado y bocado.

Y cuando el último plato salado termina, todos bajan. Descienden los escalones de piedra hacia la terraza donde horas antes recibimos el viento de la tarde. La mesa de 30, ahora en penumbra, se convierte en un remanso para el postre. Una espuma de papaya con frutas frescas, servida bajo un cielo lleno de estrellas. La fogata truena como si celebrara con nosotros. Y entre las sombras, Maru, Adriana y Laura salen por fin de la cocina. Reciben abrazos, palabras, sonrisas que lo dicen todo. La noche termina con gratitud y calor.
Y uno se da cuenta de que ha llegado a un sitio que no es simplemente un restaurante, ni una finca, ni un jardín. Es un santuario. Un lugar donde el tiempo se detiene, el cuerpo se alimenta y el alma también.