Más allá de los grandes festivales, en los clubes y teatros pequeños de Toronto, un ejército de mujeres migrantes está redefiniendo lo que significa hacer música: cantar desde el exilio, desde la herida y la celebración.
En Toronto, el invierno cae con todo su peso. El viento corta la cara como una hoja afilada, y las calles parecen suspendidas en un silencio blanco. Pero debajo de ese frío, en sótanos, salones comunitarios, clubs y teatros pequeños, vibra una música que no viene de aquí. Son voces que suenan a selva, a montaña, a desierto. Voces que cruzaron fronteras y que, al cantar, también cuentan la historia del viaje.
Yo vine de El Salvador. Un viaje largo, con muchas razones. Pero entre todas, una fue la música. Esa que en mis años de adolescente ordenaba con devoción en carpetas de iTunes. Soñaba con ver a mis artistas en vivo. Y Toronto, me dijeron, era la Nueva York de Canadá. Una ciudad hecha de todas las ciudades del mundo. Tenían razón.
Lo que no sabía era que aquí la música no solo sonaba diferente. Aquí en Toronto la música tiene otra función. Es algo más que entretenimiento o nostalgia. Es resistencia. Y muchas veces, esa resistencia tiene voz de mujer.
Las que cantan lo que otros callan

En esta ciudad donde más de la mitad de la población pertenece a un grupo minoritario visible, las mujeres, especialmente las migrantes, las racializadas, las queer, han encontrado en la música un lugar para decir lo que en otros espacios les niegan. No es solo que canten bien. Es que dicen verdades que incomodan. Que su voz no es solo canto. Su voz también es grito, es llanto, es consuelo. Y también es fiesta.
En uno de mis primeros conciertos, escuché a Lido Pimienta. Una colombiana-canadiense con una corona de flores en la cabeza y una fuerza en la voz que hacía temblar las paredes. Cantaba en español, hablaba de racismo, de maternidad, de raíces. En su música cabía la cumbia y el noise, el amor por la tierra y el dolor de dejarla. Y no necesitabas haber nacido en su país para entenderla. Bastaba con haber sentido el desarraigo.
Esa noche me quedó claro que en Toronto, muchas veces, son las mujeres quienes están redefiniendo la escena musical. Lo hacen desde la periferia, desde sus cuerpos marcados por la migración, desde una libertad que han tenido que ganarse a gritos.
Las que inventan nuevos sonidos

Algunas, como Isabella Lovestory, llegan desde Honduras con beats de neoperreo y letras provocadoras. Otras, como Empress Of, transitan entre Los Ángeles y Canadá con un pop experimental que no pide permiso. En sus conciertos no solo se baila. Se desobedecen normas. Se desarma el machismo. Se canta en spanglish y se celebra no encajar.
Toronto es una ciudad que muta, que mezcla. Aquí, el reggaetón puede sonar con sintetizadores ambient; el R&B se cruza con ritmos árabes; el hyperpop se encuentra con el punk. En medio de esa selva sonora, hay algo que une a todos, y es la búsqueda de identidad. Las artistas de la diáspora latina no están copiando lo que dejaron atrás. Están inventando algo nuevo. Y en ese proceso, están nombrando su propia historia.
"Todas tienen algo en común: hacen de la música un espacio seguro. No solo para ellas, sino para quienes las escuchamos", Doug Rodas.
Más allá del idioma: las otras diásporas

Pero no son solo las latinas. En las noches de Toronto también suenan los versos en árabe de Elyanna, la elegancia minimalista de Nemahsis, o los mantras sensuales de Raveena, que mezcla tradición india con soul moderno. Todas tienen algo en común: hacen de la música un espacio seguro. No solo para ellas, sino para quienes las escuchamos.
En sus letras se cuela el dolor de la distancia, la rabia por la injusticia, la ternura de las pequeñas victorias. En sus conciertos, se siente una energía rara. Como si, por una hora, el mundo fuera un lugar más amable.
Y luego están los escenarios queer. En los clubs underground, se celebra la diferencia con luces neón y raves que hacen temblar el piso. Allí brillan artistas como Dorian Electra, Rina Sawayama o Ashnikko. No importa de dónde venís, ni cómo te llamás. Importa que te movás, que cantés, que te dejés ver.
Una ciudad que canta con muchas voces

Toronto no tiene una sola voz. Tiene miles. Cada canción es una frontera que se desdibuja. Cada concierto es una declaración. Estamos aquí, seguimos vivos, y no nos vamos a callar.
En esa polifonía hay también artistas afrodescendientes como Lady Donli, Sampa the Great o Tkay Maidza, que traen consigo los ritmos del continente africano y los cruzan con electrónica, hip-hop, jazz. O como la irlandesa Róisín Murphy, que desde su elegancia queer ha logrado construir un legado que también habla de resistencia y belleza.
Escucharlas es entender que no hay una sola manera de ser migrante, ni una sola manera de luchar. Algunas lo hacen con beats suaves, otras con guitarras distorsionadas. Algunas desde la sensualidad, otras desde el dolor. Pero todas, todas, desde la verdad.
La música como refugio
A veces me preguntan por qué sigo yendo a conciertos. Por qué gasto dinero en eso, por qué aguanto el frío en filas largas. La respuesta es simple. Porque allí, en medio del ruido, me encuentro. Porque en esas voces que no son de aquí ni de allá, me reconozco.
La música es mi manera de no olvidar quién soy. De reconciliarme con lo que dejé atrás. De imaginar un futuro donde ser distinto no sea un castigo. Y en Toronto, gracias a estas mujeres que cantan su historia en mil idiomas, la música se ha vuelto mi casa.