Carolina ha sobrevivido a la guerra y a la paz enfrentando la transfobia en cada etapa de su vida. Su relato es un homenaje a sus compañeras caídas y una denuncia contra la violencia sistémica. Un testimonio imprescindible para entender la realidad de la comunidad trans en El Salvador.
La historia de Carolina es una de transformación y supervivencia, que destaca la importancia de su testimonio para la construcción de la memoria colectiva. Esta mujer transgénero salvadoreña ha enfrentado la transfobia desde los tiempos de la guerra hasta el día de hoy, viviendo siempre con el peligro latente. Su relato narra cómo sus compañeras y amigas fueron asesinadas debido a su identidad trans, y cómo, después de años de silencio, ha decidido alzar la voz para honrar su memoria, sus recuerdos y su propia lucha por sobrevivir.
El caso de Carolina refleja la realidad de muchas otras mujeres que enfrentan la violencia en sus múltiples formas. Su testimonio nos invita a mirar de frente el sufrimiento, la angustia y la lucha de tantas personas en El Salvador. Este ejercicio de memoria es conmovedor, pero también nos compromete a construir un país digno para todas y todos, reconociendo y respetando la diversidad que nos enriquece como sociedad.
Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz en 1992, El Salvador dejó atrás 12 años de conflicto armado. La paz llegó para gran parte de la población, pero para las mujeres trans, la persecución, la discriminación y los asesinatos continuaron persiguiéndolas. De aquel trágico episodio de la postguerra hay poca documentación, principalmente porque las familias de las mujeres trans no buscaban a sus hijas y nunca hubo un interés genuino por conocer su paradero.
Aunque la orientación sexual y la diversidad de expresiones de género no están criminalizadas en El Salvador, la discriminación y la violencia contra las personas LGBTIQ+ son comunes, y los delitos a menudo quedan impunes. Según cifras de la Asociación ASPIDH Arcoiris Trans, presentadas en 2020, únicamente tres de aproximadamente 600 transfeminicidios ocurridos desde 1992 hasta la fecha han sido judicializados.
“El silencio es el que me tiene viva”, Carolina Escobar.
Nos puede contar un poco sobre su infancia y cómo fue este proceso de autodescubrimiento como mujer trans en El Salvador.
Nací en la ciudad de Santa Ana y desde que tengo uso de razón, yo era un niño diferente. Para quienes me miraban, no encajaba en el molde típico de lo que se esperaba de un niño, incluso dentro de mi propia familia. A pesar de esto, siempre conté con la aceptación y defensa incondicional de mi madre y mi abuela, quienes me apoyaron en situaciones donde otros familiares mostraban opiniones poco respetuosas.
Durante mi paso por la escuela, enfrenté situaciones muy difíciles y delicadas. Tuve que repetir tres veces el primer grado porque me expulsaban constantemente por defenderme. Sentía el rechazo de algunos niños por mi expresión de género, llegando incluso a enfrentamientos con quienes intentaban encerrarme en baños con la intención de cometer una agresión sexual. Siempre defendí mi identidad con determinación.
Cuando me defendía golpeando a alguien, siempre se me señalaba como la culpable de los problemas. La escuela llamaba a mi mamá para culparnos a mí y a ella, argumentando que permitía que yo fuera diferente a los demás niños. Estas situaciones terminaban en expulsiones. A pesar de cambiar de escuela en repetidas ocasiones, las mismas dificultades continuaban. La gente siempre me miraba y señalaba.
A los 8 años, un adolescente intentó encerrarme en un baño con la intención de abusar sexualmente de mi. En el forcejeo, utilicé un balde metálico de limpieza para defenderme, causándole una lesión severa en la cabeza. Esto resultó en mi expulsión escolar y creó una situación complicada para mi madre, quien enfrentó amenazas de que nunca me aceptarían en ninguna escuela.
Durante esta etapa, comencé a explorar mi libertad al salir a fiestas y desarrollar amistades con chicas lesbianas y chicos gays de mi colonia. En aquel entonces, los bailes en las colonias de Santa Ana se convirtieron en un refugio donde podíamos expresarnos libremente junto a este grupo de amigos.
Llegó un momento en el que dejé de preocuparme por lo que los demás pudieran decir. Cuando me insultaban, respondía con firmeza: "¿No me podés decir algo que yo no sepa?". Mi mamá me aconsejó encontrar una manera de manejar la situación sin dejarme afectar por las opiniones de otros.
Ella y mi abuela siempre me protegieron, buscando ignorar lo que sucedía fuera de casa para que cada día actuáramos como si nada pasara. Mi mamá nunca me vio como un niño; mi forma de expresarme y comportarme siempre fue la de una niña desde muy temprana edad.
Durante mis años escolares, tuve amigas cercanas. Me sentaba junto a las chicas, a menudo al lado de la "gordita del grupo", quien se convirtió en mi mejor amiga. Nos unimos en defensa mutua contra cualquier forma de acoso, aunque en ese tiempo no se conocía este término.
Después de la escuela, ingresé al Instituto Nacional de Santa Ana, donde ya no pude soportar la situación. A medida que mi desarrollo avanzaba, mi feminidad se hacía más evidente. A diferencia de algunas chicas trans, no necesité hormonas para que estos cambios en la adolescencia causaran morbo entre los chicos.
¿Cómo impactaron en su vida los cambios físicos durante su adolescencia?
En el Instituto Nacional de Santa Ana surgieron situaciones de acoso y de quererme tocar. En séptimo grado, tuve una relación de noviazgo con un chico, pero la Dirección se enteró por las conversaciones de los demás cuando nos vieron besándonos. El director me llamó, me sentó y me insinuó que la única forma de no ser expulsada era que sostuviera un encuentro sexual con él. En ese momento, con sus genitales fuera del pantalón y cerca de mi brazo mientras estábamos solos en su oficina.
Hasta ese momento, yo no conocía un encuentro de ese tipo con un chico. Me levanté, me molesté y le dije que prefería irme. No pude decirle a nadie. Mi mamá ya había emigrado a Estados Unidos por la guerra en nuestro país y mi otra familia no me daba la confianza para hablar estos temas. Decidí dejar de estudiar, ya no pude continuar debido al acoso sexual, ya había vivido demasiado abuso a nivel escolar y no quería que mi vida siguiera así.
¿En ese momento se mudó a San Salvador o aún le faltaban algunos años para venir a la capital?
Ya había visitado San Salvador en 1983. Esa vez solo vine a conocer. Allá en el pueblito hablaban de la Plaza Salvador del Mundo y de la Praviana. Para ese entonces ya corría la historia de las 11 compañeras que se habían llevado del sector de la Campana (a pocos metros de la Plaza Salvador del Mundo), que estaban desaparecidas y nunca encontraron sus cuerpos. Se dijo que fueron asesinadas por elementos del Ejército, y torturadas por situaciones que hasta la fecha no se aclaran ni se esclarecerán. Yo escuchaba esas historias en mis visitas al Centro de San Salvador, esa historia me ponía nerviosa.
¿Qué otros acontecimientos importantes ocurrieron en su vida durante esos años?
Decidí irme de mi casa. Lo hice con mi amigo Chiqui, que se identificaba como hombre gay. Él me dijo que fuéramos a trabajar con Tamara, otra mujer trans, que tenía un hotel frente a la ex terminal de buses en Sonsonate.
Ella empezó a enseñarme más cosas sobre la transición. Tamara tenía más aspecto de señora que de hombre. Al verme, creo que se identificó en su niñez y me tomó cariño. Ahí comenzó mi proceso de transición, con hormonas que ella me daba. Tomaba pastillas anticonceptivas que eran bastante fuertes y luego las eliminaron porque descubrieron que causaban cáncer. Eso lo supe después, investigando.
Me convertí en alguien diferente, aún más yo. En esta etapa con Tamara tuve mi primer encuentro con el trabajo sexual. Ella me enseñó incluso a engañar a los hombres en la cama para que no descubrieran que yo era una mujer trans.
Después de trabajar en Sonsonate con Tamara me fui a Guaymango, un pueblo en Ahuachapán, un lugar donde los hombres eran muy machistas y además estaba lleno de soldados. Un amigo de Tamara me recibió ahí, en su negocio, yo trabajaba de cajera. En Guaymango, vi cómo los soldados y otros hombres sacaron a una chica trans del pueblo y la estaban ahuyentando a punta de corvo. Me dio miedo y decidí que tenía que irme de ahí porque era muy peligroso, ahí nadie sabía que yo también era trans. Así que me fui para Concepción de Ataco.
Entiendo que mientras estuvo en Ataco, fue capturada y enviada a prisión. ¿Podría explicarnos cuáles fueron las razones de esta captura?
Entre 1986 y 1987 yo estaba en Concepción de Ataco y comencé un noviazgo con un chico. Resulta que su mamá era la jueza del pueblo y cuando se enteró que su hijo tenía una relación con una mujer de un bar, me mandó a buscar con la Guardia Nacional. Cuando vio en mi carnet de identidad que no era una mujer biológica me mandó a encarcelar.
Con él tuvimos un noviazgo, más nunca una relación sexual. La jueza me mandó al penal de Atiquizaya, luego al penal de Santa Ana donde estuve un año. Después me movieron a Mariona y finalmente, me trasladaron a Sensuntepeque, estuve en el sector donde llevaban a todas las personas de la diversidad sexual.
Estuve tres años en prisión por ella. Cuando finalmente recuperé la libertad, me enteré de que su hijo tuvo un accidente en una carretera de Ahuachapán. La jueza no pudo superar su pérdida y también falleció. Ambos se fueron, mientras yo seguía cumpliendo con mi condena.
En 1990, mi mamá vino de Estados Unidos a buscarme. Uno de mis primos, que era abogado, me encontró en los registros de la Dirección de Centros Penales. Al verme, mi mamá me reconoció y me sacaron de inmediato porque no había ningún caso en mi contra. La jueza había decretado que yo había engañado al pueblo, pero no era motivo suficiente para haber sido encarcelada.
Después de salir de la cárcel, fui a vivir con unas amigas que había conocido en la Praviana, en una de aquellas visitas a San Salvador. Una de mis amigas en la misma colonia donde yo vivía, Gloria Vanessa, también fue detenida. A los pocos días que yo salí del penal ella también fue liberada y juntas decidimos venirnos a San Salvador. Ella me dijo: “Si querés vámonos a la calle. Yo tengo vestidos y zapatos”. Así descubrí el éxito económico que había en el trabajo sexual. Solo esperé a que mi mamá regresara a Estados Unidos.
¿Cómo era un día típico en la Praviana?
La Praviana era una zona de mariachis, bares, juegos y fiestas. Todo lo que pasaba de noche causaba mucho morbo, especialmente a los hombres. Recuerdo que estábamos entre la 2ª avenida norte y la 3ª Calle Oriente, ahí estaba la zona de los negocios de la diversidad. Había entre 5 y 6 negocios atendidos por la diversidad. Mi vida transcurría entre los negocios de la zona, con muchos clientes de todo tipo, gente de oficinas, turistas, militares, guerrilleros y políticos.
Un día normal era bastante movido. Había ambiente en todo momento y los hombres buscaban la zona, muchos engañados por la feminidad de las compañeras. Nuestra vida consistía en sobrevivir y parecer lo más femeninas posible. Durante el día, la mayoría de los clientes eran soldados, en los últimos años de la guerra. Incluso cuando se firmaron los Acuerdos de Paz, siempre seguían llegando.
Yo intenté buscar trabajo en Santa Ana antes de venirme a San Salvador, pero no me dieron la oportunidad por mi identidad de género. Apliqué al primer restaurante de pollo frito que iban a abrir en Santa Ana y me seleccionaron, pero cuando llegué y me vieron, dijeron que ya habían entregado la plaza.
¿Cuándo empezaron a ocurrir las desapariciones y asesinatos de sus compañeras?
La guerra continuó para nosotras, incluso después de la firma de los Acuerdos de Paz, en ese momento empezaron a combatirnos. En aquellos días decíamos que estábamos más seguras durante la guerra porque teníamos a ambos bandos, los guerrilleros y la Fuerza Armada, entre nuestros clientes.
Llegamos a conocer que por órdenes superiores desaparecieron a las compañeras de la Campana en 1981, porque no querían ver gente ociosa en la zona de la Plaza Salvador del Mundo. Esa zona era para ese momento como el Centro Histórico hoy. Las chicas de la Campana no andaban desnudas, la mayoría vestían elegantemente, con trajes de oficina, porque eso buscaban los hombres, una mujer. Lastimosamente, hemos perdido muchas fotografías de ellas para comprobarlo. La historia fue impactante y alarmante, pero al mismo tiempo despertó en las chicas la resistencia por la necesidad.
Ahí comenzamos una situación de lucha porque teníamos que enfrentarlos. La policía se metía a los negocios y nosotras nos defendíamos, pero eso generaba que nos detuvieran porque decían que estábamos en contra de la autoridad. Más que un ataque de nuestra parte era autodefensa.
Nos llevaban a las bartolinas hasta 30 días. A veces nos ponían multas caras, en aquel tiempo de 150 colones, que era caro todavía. Lo hacían con el fin de que nosotras dejaramos la calle, que ya no estuviéramos ahí de alguna manera. Pero nosotras seguíamos ahí.
Nos atribuían cargos de cualquier manera para llevarnos a Mariona. En Mariona nos cortaban el pelo y nos mandaban así de regreso a la calle y nosotras seguíamos ahí. En varias ocasiones, los policías dijeron "que solo matándolas las vamos a quitar de acá".
Yo estuve en varias ocasiones en el castillo de la Policía Nacional Civil. A finales del año 1991, todavía existían los sótanos a donde metían a los guerrilleros durante la guerra y ahí nos mandaban a nosotros también. Pienso yo que eran sótanos porque había que bajar gradas, estaban bien helados y ocultos, para que no se escucharan los gritos.
Ese tipo de situaciones las vivimos todas nosotras las que trabajamos en la zona de la Praviana. Para ellos, nosotras íbamos a irnos en algún momento. Cuando comenzaron los asesinatos la situación fue todavía más fuerte, porque empezaron a desaparecer compañeras y pasaban los cuerpos de socorro, y nos decían "allá hay unas compañeras suyas tiradas en tal lugar".
El VIH mató a algunas y otras fueron asesinadas por las autoridades. Recuerdo que algunos periodistas nos decían que habían encontrado casquillos militares en la zona de los asesinatos.
En aquellos años apareció la organización Entre Amigos. Fue la primera organización que se acercó a nosotras. William Hernández comenzó a investigar y a dar a conocer lo que sucedía con nosotras. Había un periodista norteamericano que llegaba buscando nuestros testimonios, pero nosotras estábamos tan atemorizadas que no podíamos hablar nunca nada.
Yo, como parte de un liderazgo de la calle, les decía a todas "no digan nada" porque siempre que alguien hablaba desaparecía o la asesinaban. Ese temor se tradujo en no hablar nada con nadie y por eso ahora hay pocos registros sobre aquellas desapariciones.
Hubo una ocasión en que se llevaron a dos de nosotras, Minerva y Débora. Eran dos de las más bonitas y jovencitas. A Minerva recién le habíamos celebrado sus 15 años. Se las llevaron y aparecieron brutalmente violadas y torturadas, allá por la zona de Huizucar. Una de ellas hasta las uñas le habían quitado.
Todo eso nos impactaba tanto y nos generaba cólera no poder defendernos. En aquel momento no había quien nos ayudara. Cuando intentábamos hablar, como estoy hablando ahora contigo en esta entrevista, lo hacíamos con temor de poder decir lo que realmente pensábamos. De algunos casos llegamos a conocer quiénes se habían llevado a nuestras amigas, algunos hasta habían sido clientes de la Praviana.
¿Estos episodios de violencia en algún momento hicieron que ustedes se retiraran del lugar?
Todo eso hizo que nuestra presencia en La Praviana se convirtiera en un acto de resistencia. Decíamos que de ahí solo nos iban a quitar estando muertas. Ahora que hablamos con Pati, de 70 años, me dice que nunca se imaginó llegar a esta edad. Recuerdo que decíamos que de los 30 años no íbamos a pasar. La gran mayoría de compañeras éramos de 15, 17 o 20 años y hasta ahí llegaban.
A veces el desorden y otras situaciones de la vida hacían que no se cuidaran. Las que teníamos un poquito más de pensamiento evitamos un montón de situaciones, entre ellas hablar cosas que no eran prudentes.
¿Qué estrategias usó para protegerse y mantener su integridad física en medio de esta situación que amenazaba su vida y la de sus compañeras?
Por mucho tiempo he vivido en el anonimato, manteniendo un perfil muy bajo. Mi última amiga, Gloria Vanessa, fue asesinada y verla caer fue una de las cosas que me marcó la vida. Me afectó tanto que tuve que huir ese mismo día. Sabía que la siguiente iba a ser yo.
Una amiga había venido de Guatemala y me dijo "seca, vámonos", y me fui con ella. Eso fue a finales del año 1996. Regresé un año después, según yo transformada. En Guatemala miraba algunos canales españoles por la televisión y estaba de moda la Veneno. Todas se querían parecer a ella. Yo me pinté el pelo de rojo y me hice un cepillo y así regresé a El Salvador, queriendo ser otra. Me llamaban Carola en la calle, entonces me puse Carolina y quería cambiar mi vida.
A pesar de trabajar en la calle, nunca fui de las que vivía en la calle. Con mi amiga Gloria Vanessa vivimos 11 años en el barrio Santa Anita, en San Salvador. La gente nos rentaba creyendo que éramos mujeres cisgénero. Eso nos daba un poquito más de oportunidad para mantenernos en el anonimato, viví en muchos lugares y la gente no me descubrió.
Cuando regresé de Guatemala, volví a la calle a ver cómo estaba todo, pero los pandilleros ya controlaban el lugar. Tuvimos que darles parte de un montón de cosas, incluso consumir droga y si no consumíamos, pagarles una cuota semanal o quincenal.
Ese año conocí a un hombre que pasó un día como cliente. Nos conocimos, tuvimos una relación amistosa, luego una relación sentimental y terminé viviendo con él 17 años. Eso me ayudó a salir de la calle y a dejar esa vida atrás, porque ya era la esposa de alguien. Él falleció hace cinco años y eso me hizo reflexionar sobre todo lo que había pasado.
Su muerte me hizo comprender que las cosas que vivimos y sufrimos jamás se van a saber, porque ya no hay quién las cuente. Paty se acuerda de algunas cosas, pero está perdiendo la memoria. Yo hablo con ella y le recuerdo a las amigas y todo, y ella despierta, pero cuando alguien le llega a preguntar cosas, ya no recuerda bien.
¿Cómo ha evolucionado su identidad y su comprensión de usted misma a lo largo de los años?
Mi vida ha sido una continua supervivencia. Desde niña aprendí a defenderme sola, y luego nos defendimos con las amigas y hermanas que tuvimos, porque éramos una familia. Cuando asesinaban a una, la velábamos entre todas. Nos daban crédito en las funerarias del centro y luego pagábamos, porque decíamos "paguemos rápido, porque si no, matan a otra y se nos va a acumular la deuda". Todo eso me transformó.
Yo estaba en ASPIDH cuando la doctora Vanda Pignato llegó y ofreció una oportunidad de inclusión para las compañeras de la diversidad sexual a través del proyecto Ciudad Mujer. Ahí comenzó mi proceso de empoderamiento y activismo. Siempre estuve participando en talleres y queriendo conocer más sobre derechos humanos. Aunque yo no estudié el esquema completo, creo que uno puede educarse con libros, con lecturas y hablando con otras personas.
¿Considera que ha habido solidaridad y unión entre la comunidad LGBTIQ+?
Los temas de diversidad sexual en el país tuvieron un espacio en la agenda gubernamental gracias a Vanda Pignato. Sin embargo, después de su período como primera dama, su mismo partido dejó de dar seguimiento a estos temas. Si eso no hubiera ocurrido, no estaríamos en esta situación de retrocesos en materia de derechos.
Las mismas compañeras y compañeros se enfrascaron en una especie de competencia por ver quién tenía la mejor fundación y quién hacía el mejor trabajo. Se centraron en recibir fondos y dejaron a un lado el trabajo comunitario, convirtiéndolo en un tema personal. Eso ha provocado que no haya una lucha colectiva y unida.
¿Qué cambios cree que son necesarios para mejorar la situación de las personas trans en El Salvador?
La unión de las organizaciones y la base de lucha son esenciales. En el pasado he vivido la represión y la falta de oportunidades, y es crucial que la juventud entienda las consecuencias de un retroceso en derechos. Hace unos días tuve la oportunidad de hablar en un evento de ASPIDH y les hice un llamado a las jóvenes sobre el comportamiento. La libertad que logramos se ha convertido en libertinaje, en un libertinaje abusivo. Debemos aprovechar las oportunidades que se presenten de manera responsable.
Cuando vi una oportunidad para cambiar mi vida, la tomé. Gracias a esa decisión, todavía existo y, mientras Dios lo permita, seguiré luchando. No sé cuánto tiempo más tendré este reconocimiento y esta libertad para ser yo misma.
Cuando fui trabajadora sexual, siempre mantuve un comportamiento adecuado, incluyendo mi vestimenta. Siempre estuve enfocada en ser una mujer, desde mi expresión hasta mi comportamiento. Viniendo de la calle, veo catastrófico el comportamiento de esta nueva generación. No se trata de provocar a la sociedad, especialmente cuando esta sociedad no está preparada para aceptarnos.
Hoy venía en el bus platicando con una señora y hasta me terminó preguntando cuántos hijos tengo. Esas conquistas, esas luchas cotidianas, son las que deberíamos tener en mente.
Si pudiera volver atrás en el tiempo y hablar con la Carolina de 13 años, ¿qué consejo o mensaje le daría?
Le diría que lo hizo bien, que todo lo que hizo fue correcto, y la felicitaría desde lo más profundo de mi ser. No ha sido fácil. Incluso hoy, hay situaciones y actitudes que duelen. He aprendido a ser fuerte e ignorar los comentarios negativos, aunque a veces no los dirijan directamente a mí.
Sé que hice un buen trabajo porque nunca permití que me criticaran de una manera tan negativa. Es triste imaginar todo lo que puede suceder con ese discurso de odio que existe en la sociedad hacia la diversidad. Hoy en día, solo quedamos tres o cuatro sobrevivientes de aquella persecución en la Praviana. Algunas huyeron inmediatamente y otras logramos integrarnos. Pati, por ejemplo, ha llegado a los 70 años porque siempre fue muy tranquila y su feminidad la ayudó mucho.