Cimafunk llevó su energía imparable al escenario del Sony Hall en Nueva York con una explosiva fusión de ritmos afro-caribeños. Invitadas especiales como Catalina García y Nella hicieron de la noche una celebración de música, cultura y pasión por el baile.
Llegar al Sony Hall, en plena calle 46 de Manhattan, siempre trae una emoción especial. Bajo un cartel discreto de neón, este lugar parece un rincón escondido del tiempo, donde la música y la historia se encuentran. A solo unas cuadras de las luces de Times Square, un grupo se reunía frente a la entrada. Era sábado 19 de octubre y estábamos listos para sentir el ritmo de Cimafunk, el fenómeno cubano que mezcla los sonidos afrocaribeños con el funk, el soul y el rock. El concierto empezó tarde, algo poco común en Nueva York, pero, como descubriríamos pronto, esa espera era parte del encanto de una noche donde lo inesperado marcaría el ritmo.
A las 9:00 p.m., Erik Alejandro García, mejor conocido como Cimafunk, subió al escenario. Llevaba una camisa color crema con detalles tejidos, sencillo pero con estilo. Nacido en Pinar del Río, este joven cubano ha conquistado al mundo con su música, llevándose dos nominaciones al Grammy. En 2023, su álbum “El Alimento” lo catapultó con una fusión impresionante, y en 2024, su interpretación de "Todo Colores" lo puso entre los mejores en la categoría de Best Global Music Performance. Esa noche, el Sony Hall vibró desde las primeras notas.
La música de Cimafunk es como un caleidoscopio de sonidos. Las raíces afrocubanas están en cada golpe de tambor, pero el funk está presente en cada bajo y viento. La percusión marca el ritmo, pero también lo moldea, con timbales y congas que se mezclan con sintetizadores, modernizando la tradición cubana. La Tribu, su banda, es un colectivo de músicos extraordinarios, muchos cubanos también. Katerin Llerena, la saxofonista, brillaba con una energía desbordante. Los vientos nos recordaban a esos clásicos de la música cubana, mientras el público no dejaba de moverse al ritmo. Cada miembro de la banda era parte de un todo que funcionaba como una familia musical, conectada por la pasión y el respeto por la música.
El concierto avanzaba, y el baile se volvía inevitable. La primera invitada fue la venezolana Nella, quien junto a Cimafunk interpretó “Parar el tiempo”, trayendo un momento de calma entre tanta energía. Luego, el bailarín cubano Chaiky hizo que todo el lugar vibrara al ritmo del “Cuchi Cuchi”, elevando la energía de la noche. Catalina García, de Monsieur Periné, subió al escenario para cantar “Catalina” junto a Cimafunk, en un dueto lleno de magia y emociones. Sus voces, tan distintas, se unieron como si hubieran estado hechas para complementarse.
Cimafunk, dos veces nominado al Grammy, es un artista que debes tener en tu radar. Su mezcla de ritmos afro-caribeños, funk y energía desbordante lo ha consolidado como una de las promesas más emocionantes de la música latina.
Mientras todo esto sucedía, mi mente viajaba a una tarde de mi infancia en casa de mis abuelos en El Salvador, rodeado de los sonidos de sus viejos discos: Buena Vista Social Club, Benny Moré, Los Van Van o Chucho Valdés. Sin saberlo, esos ritmos me habían preparado para comprender lo que Cimafunk estaba haciendo esa noche: unir lo viejo con lo nuevo. Era como si Cimafunk tejiera un puente entre el pasado y el presente, entre las historias de los que bailaron al son de viejas canciones y los que ahora se dejaban llevar por su fusión de funk y afrocubanismo. Cada canción me resonaba como eco de aquellas tardes, donde aprendí que la música tiene la capacidad de sanar, de unir lo que parecía lejano.
Al final del concierto encontré el setlist de la banda en el suelo, lo agarré como pequeña porción detenida en el tiempo de aquellos ritmos y colores de esa noche. Lo guardé con cuidado, como prueba de que la música es un ciclo interminable de conexiones profundas, entre culturas, generaciones y corazones.
Todavía sintiendo la energía de la música y a punto de salir del Sony Hall, me encontré con Cimafunk. Le conté que venía de El Salvador, y él, con una sonrisa, me agradeció por estar allí. Esa noche, para mí, el Sony Hall fue más que un escenario. Fue un portal donde la música y la cultura se unieron, y aunque la ciudad seguía con su ritmo frenético afuera, los que estuvimos ahí, supimos que fuimos parte de algo grande: una celebración de la vida misma, hecha de ritmos y encuentros.