En conmemoración del Día Internacional del Orgullo LGBTIQ+, Manuel Montano nos abre las puertas de su corazón para ser testigos de su encuentro con la literatura queer salvadoreña y descubrir la dignidad de un amor diverso a través de los versos del autor salvadoreño Ricardo Lindo.
Ricardo Lindo (San Salvador, 5 de febrero de 1947 – Ibidem, 23 de octubre de 2016) ha sido una de las figuras culturales más importantes desde la Guerra Civil salvadoreña. Ricardo fue un erudito y prolífico escritor, pintor, diplomático, un trotamundo y un soporte emblemático de generaciones de escritoras y escritores salvadoreños después de la postguerra.
Aportó de forma independiente e institucionalmente al desarrollo de la literatura en El Salvador. Durante varios años fue director de la revista ARS, de la entonces Secretaría de Cultura. Leer sobre Ricardo Lindo y su trabajo es un ejercicio nostálgico. Su obra literaria es una joya que pocas personas conocen en El Salvador, a pesar de que parte de sus textos están incluidos en los programas de estudio en El Salvador.
Ricardo también fue un hombre homosexual, sufrió discriminación y violencia por la sociedad salvadoreña tan conservadora en la que nació. Al punto de haber sido internado en un hospital psiquiátrico en Costa Rica durante un mes. Cuando publicó su poemario “Injurias” en el año 2004, se convirtió en la primera persona que se atrevió a denunciar desde la literatura y el arte, la discriminación y la violencia que vivían las personas gay en El Salvador.
Escribir sobre Ricardo Lindo es casi un ejercicio de investigación mitológica. Su nombre resonaba en muchas de las lecturas que devoré durante mi adolescencia, incluidos varios libros publicados por Alfonso Kijadurías. Conocer es definitivamente un verbo demasiado amplio para esta historia, pero así ocurrió. Fue una experiencia que transformó mi visión de la literatura y el arte.
Fue en el año 2012 cuando conocí a Ricardo Lindo. Tenía 18 años y acababa de comenzar mis estudios en la Universidad de El Salvador. En aquel entonces, mi obsesión por la literatura me llevaba a querer escribir poemas, a plasmar versos como grafitis en cada rincón, inspirado por el movimiento de Acción Poética. Me uní a un círculo literario universitario donde encontré a personas singulares, con quienes compartía intereses similares. El facilitador del círculo era un catedrático de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, un maestro en ciencia política, quien nos guiaba con sabiduría por los caminos de la literatura y el pensamiento crítico.
El primer día nos presentaron el programa del círculo: íbamos a tener la oportunidad de proponer lecturas, las leeríamos de forma conjunta y, al mismo tiempo, aquellos interesados, como yo, tendríamos un espacio para presentar nuestros escritos: prosa, poesía, narrativa, entre otros. Al final del ciclo, un escritor de renombre revisaría nuestras creaciones literarias. Nos dijeron que ese escritor sería Ricardo Lindo.
"La mejor forma de demostrar el amor hacia un ser querido es regalando libros, regalando historias, posibilidades de viajar con la mente", Ricardo Lindo.
Recuerdo que mi corazón dio un vuelco. Conocía a Ricardo porque había leído su obra. Una persona me había hablado de su poemario "Injurias", pero venía de un ambiente tan controlado y ultra conservador que no había podido leerlo. Durante todo el ciclo, fuimos creando textos y "tallereándolos". Mi poema trataba sobre escabullirse en un parque rodeado de hojas verdes, muy verdes, que servían de escondite para dos amantes fugaces y prohibidos. Según yo, en el poema había algo muy críptico, un secreto que escondíamos entre miradas algunos hombres jóvenes en la facultad, una característica de la cual no se hablaba y por la que usualmente pedíamos perdón.
Llegó diciembre, el momento de conocer al gran poeta, al gran escritor, al señor Ricardo Lindo. Recuerdo que con un amigo nos preguntamos: ¿qué come la gente como él? Y lo más sensato que se nos ocurrió fue comprarle pan dulce, porque uno nunca se puede equivocar con pan dulce. Nos reunimos en la facultad antes de irnos a su casa. Todos llevaban vino u otro tipo de alcohol; solo mi amigo y yo llevábamos pan dulce. Los muy inocentes. Llegamos a su casa y recuerdo el olor a tabaco y a libros. Recuerdo que lo abracé y le dije: "Mucho gusto, señor Ricardo". Él nos abrazó a todos y nos dijo que éramos más que bienvenidos a su casa.
Recuerdo que en la mitad de su sala había un árbol de Navidad muy bonito. Debajo de este había varios regalos, principalmente libros. Un libro estaba dedicado a una sobrina de Ricardo. Mientras admiraba los regalos de aquella casa, él se acercó a mí y me dijo: "La mejor forma de demostrar el amor hacia un ser querido es regalando libros, regalando historias, posibilidades de viajar con la mente". Después de todos estos años, creo que tenía razón, Ricardo, cuando uno regala libros regala espejos. Retratos de sociedades perturbadas en las que vivimos, de distopías presentes que habitamos.
A la luz del vino fuimos leyendo nuestras creaciones literarias. Primero pasaron algunos compañeros eruditos. Muy Marx, muy Dalton, muy Armijo. Ricardo fue sagaz, recordándoles que la literatura era más que política – bueno, claro que la literatura es política – pero el arte es más que un panfleto. O debería serlo. Mi amigo y yo fuimos los últimos en leer porque íbamos a leer poesía y Ricardo dijo que para leer poesía había que estar muy concentrado. Mi amigo leyó un hermoso poema. Tal cual el maestro que era, Ricardo hizo comentarios técnicos sobre ritmo y cadencia.
Por último leí yo. Mi poema secreto, del amor prohibido. Según yo, muy críptico, muy de figuras, muy moderno. Cuando terminé de leer el poema, Ricardo sonrió. Me dijo: "Qué valiente eres". Ricardo tuteaba. Mi poema era sobre dos hombres besándose escondidos en un parque, dos hombres bañados por la luz y escondidos de los ojos criticones de señoras con narices respingadas y rosarios en los ovarios. Me sonrojé: Ricardo había descubierto mi gran secreto, un poema sobre dos niños dándose su primer beso escondidos en algún zacatal. "Qué lindo ese poema", dijo. Me hizo algunas correcciones técnicas y me sugirió experimentar dentro del poema con algunas sensaciones: la humedad, las orejas calientes cuando alguien hace algo prohibido, el olor de lo secreto.
No recuerdo dónde anoté las observaciones que Ricardo hizo a mi poema. Las manos me temblaban porque aquel maestro había descubierto un secreto ulterior, algo de lo que no había hablado nunca en la universidad. Porque en la sociedad salvadoreña – y creo que 12 años después aún muy pocos hablan – no se hablaba de hombres que amaran a otros hombres, ni de niños experimentando. Claro, en 2012 ya existía Grindr y el cruising; pero no se hablaba de la ternura, de la dignidad de un amor diverso. Ricardo fue el primero en hablar sobre nuestro amor y resistir, abriéndonos paso y validándonos.
"Qué sabio fuiste cuando me dijiste que teníamos que narrar nuestra diversidad desde la dignidad y la ternura. Escribirnos desde la propia validación: que no necesitamos normalizarnos, porque ya somos válidos", Manuel Montano.
La velada terminó cuando se acabaron las botellas de vino. "Gracias, don Ricardo", le dije mientras lo abracé al final de la noche. Él olía a tabaco. Me dio un beso en la mejilla y me dijo que esperaba poder leer mi poemario pronto. No le creí, sin embargo, sus palabras se quedaron marcadas en mí: vale la pena leernos, narrarnos, escribirnos, tatuarnos palabras, amarnos libremente. A partir de conocer a Ricardo Lindo me dediqué a buscar a más autores salvadoreños abiertamente gay, así llegué a figuras como Mauricio Orellana Suárez y Alberto López Serrano.
No volví a hablar con Ricardo nunca más. Pasaron unos años y el círculo literario ya no existía. Algunos de los exintegrantes nos encontrábamos en los pasillos de la facultad y comentábamos lecturas que estábamos haciendo y de ideas de creaciones literarias que quizás – al menos en mi caso – nunca llegaron a concretarse. A pesar del tiempo, en mi corazón guardaba las palabras de Ricardo sobre la dignidad de nuestro amor, sobre existir sin escondernos. Cuando lo volví a ver, recuerdo que fue en los primeros meses de 2016. Yo iba en un autobus de la ruta 30-B, desvelado y durmiéndome sentado porque había pasado la noche previa en vela intentando estudiar para un parcial. Ricardo iba caminando por la zona de la colonia San Luis en San Salvador, justo una parada antes de la que yo tenía que bajarme. Cuando lo vi desde la ventana me levanté inmediatamente y le grité ¡Ricardo! Él no me escuchó y siguió su caminata sin interrupciones. Pensé en bajarme e invitarlo a un café, pero ya iba tarde al examen.
Si hubiera sabido que era la última vez que lo iba a ver con vida, me habría bajado definitivamente. Le habría dicho: "Ricardo, ya leí a Whitman, a Cernuda, a Verlaine, a Rimbaud, a Mistral, a Peri Rossi, a Lemebel". Y que con sus breves palabras me permitió iniciar el camino hacia amarnos. Gracias a Ricardo Lindo, empecé a leer sobre nuestros fugaces escondites, sobre alas heridas y suspiros, de nuestras ternuras y nuestros desamores. Ricardo, qué sabio fuiste cuando me dijiste que teníamos que narrar nuestra diversidad desde la dignidad y la ternura. Escribirnos desde la propia validación: que no necesitamos normalizarnos, porque ya somos válidos.
“Bello, amigo, atardece” de Índole Editores es el último libro que Ricardo publicó en vida. El libro está dividido en siete partes, pero me parece que la última es la más hermosa. En estas páginas finales Ricardo nos dejó un legado eterno sobre la experiencia de ser un hombre homosexual en El Salvador, de la represión y de las críticas que se reciben, de los suicidios en nuestra población y de los besos que no hemos podido dar en público.
Toda su obra es un testamento para nosotras, nosotros y nosotres, personas LGBTIQ+, quienes nos enfrentamos a las condiciones actuales en El Salvador. La literatura de Ricardo y él mismo son un horizonte, un oasis y una piedra angular frente al incremento de los discursos de odio y el cierre de espacios en los que se nos prohíbe ser. Ricardo Lindo es un tesoro "queer" listo para ser descubierto por quienes se atrevan a leerlo.